Ayer cené en un yakitori, tal y como atestigua el olor a carbón y tabaco de mi ropa, y no podía dejar de maravillarme de estar allí, sentado enfrente de un atareadísimo pero sonriente Takahiro (el cocinero, cuyo nombre en un Katakana terriblemente enrevesado conseguí descifrar), al lado de hombres de negocios bien vestidos, tocando mi codo con una parejita de los más cool. Es una de esas sensaciones extrañas, encontrarte de pronto a 15.000 kilómetros de casa, pero a la vez, de alguna forma, sentirte también en casa, que todo encaja, que es tu lugar y no desentonas, pese a ser un gaijin en un local nada turístico un sábado por la noche. Estaba allí sentado, con mi nama biru (literalmente, cerveza “cruda”, es decir, de barril), mirando las tarjetas de visita que dejan los clientes del yakitori, comiendo un fabuloso Butabara (pincho de carne de cerdo con sal) y kawa (piel de pollo a la brasa), y no podía dejar de sonreir, por estar aquí, por sentirme bien, también por las sonrisas cómplices de comensales y de Takahiro, por saber que Japón quizás no es mi país, pero que me acoge como si lo fuese. Ayer, mientras repelaba el pincho de shiitake (setas japonesas), sentí que aquella cena era por fin la bienvenida a Japón, después de un Tonkotsu Ramen (fideos en caldo de huesos de cerdo) apresurado y a deshora el día de mi llegada, a pesar de comerlos en mi sitio preferido de la estación de Kyoto.
Hoy hace un sol maravilloso –llegué con lluvia-, estoy al lado de un lago enorme en el que invernan miles de aves, se ven montañas nevadas al fondo, empieza la primavera, pienso ir a comer Yakisoba a la orilla, debajo de un cerezo (han vuelto a abrir la convenience store del museo, que ahora es un Lawson’s), suena Built to Spill en los auriculares y estoy feliz, muy feliz, de estar, en este país.
La foto es del Tonkotsu Ramen de ayer. Como podéis ver, no es un sopinstant ;-)
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