martes, 2 de octubre de 2012
Despedida
sábado, 24 de marzo de 2012
Una para María o las buenas noches de Stewie
jueves, 22 de marzo de 2012
Dos mujeres o dos fotografías
De paseo en el Kennin-ji, me giré rápido (no me gusta hacer fotos directamente, como si las personas fuesen una atracción turística), llevaba la S90 y sólo pude hacer un disparo antes de que un par de abueletes me jodiesen la escena. Es lo que hay. Sin retoque, por tiempo, formato y ganas.
Me estaba guardando la D90 (acoplada al 35mm, que era de noche), para cruzar la estación de Kyoto, cuando por alguna razón me llamó la atención esta mujer que corría como si perdiese el tren. Quizás lo estaba perdiendo, vaya. Pelín recortada, pero nada más. Me gusta la luz; ¿para qué cambiarla?
miércoles, 21 de marzo de 2012
Cenando Motsunabe (もつ鍋) con Mark o removiendo los intestinos
Acabamos en un local de Kusatsu (草津市,el pueblo en el que cojo el autobús para ir al museo), alejado del centro comercial y las calles principales, en el que, por supuesto, no tenían nada parecido a un menú en inglés, ni tan siquiera uno con fotos. Pero eso da igual, porque el cabrón de Mark habla un japonés más que fluido, y da esa seguridad que da moverte en un país extraño con alguien que domina el idioma. De todas las cosas que podía haber pedido tras los aperitivos (una carne guisada que se deshacía en la boca), cómo no, escogió el guiso de intestinos de vaca: el motsunabe. Básicamente, “nabe” (鍋) significa recipiente , y el plato se compone de una base de miso, tofu, vegetales (cebollino, col, ajo, brotes de soja y otros que no supe distinguir) e intestino (limpio y cortado, claro). Una de sus características es que se hace en la mesa, con un pequeño hornillo (cosa que les chifla a los japoneses, lo de cocinarse ellos mismos). Y sí, está muy bueno, no me miréis raro.
El caso es que el intestino era distinto a como lo imaginaba (podéis verlo en la foto), y consistía en una fina película de carne algo dura, recubierta por una buena capa de grasa. Y sabía a eso, a grasa, suave, pero empalagosa al cabo de un rato. Para mitigarlo, estaba el caldo, las verduras, el picante (uno a base de cítricos y sésamo y el otro de chile) y, cómo no, la bebida: primero tomamos la necesaria cerveza, para después acabar con “Makkoli” , una bebida coreana. Él se la pidió a palo seco, y a mí me pidió una en la que habían mezclado el licor con refresco de frutas. O algo parecido, vaya. Es decir, sabor 100% medicina: suaves aromas de Flumil con la potencia del ibuprofeno, y un retrogusto de Couldina. Pero refrescaba y quitaba la grasa del paladar, lo que se agradecía, en cualquier caso.
Y por supuesto, como estamos en Japón, nada de pedir postre (de hecho, ni siquiera había): para acabar la comida, y con el caldo que sobraba, pedimos unos fideos, los mezclamos y dimos por finalizado el festín. Y después, mis intestinos se pasaron tooooda la noche intercambiando experiencias con los de la vaca. Pero se portaron bien y no montaron ninguna fiesta, que es lo bueno de Japón: ya puedes comer pescado crudo, conservas rarísimas, picantes infernales, vegetales fermentados o lo que sea, que no te sienta mal.
Este país es la hostia.
Nada más dejártelo en la mesa, parece imposible de comer. Y sólo se ve la verdura y el tofu.
martes, 20 de marzo de 2012
El tiempo en sus manos... o no
Tengo poco –muy poco- tiempo. No estoy actualizando como quisiera, pero llego tarde a casa, tengo bastante trabajo con un par de artículos y, además, conexión limitada a internet (no dispongo de autorización en el museo). Así que cuando llego a casa, sobre las 20:30-21, cansado, no sólo tengo que hacer lo típico –lavadora, ducha, cena, prepararlo todo para el día siguiente- sino aprovechar la conexión para consultar datos, artículos y demás (a pesar de que prosigo mi batalla con la VPN de la UV y no me resulta fácil), aparte del protocolario Skype y correo electrónico. Y, aunque todo eso contribuye a que tan sólo haya estado en Kyoto –el centro, quiero decir- una sola tarde, no significa que este país haya dejado de sorprenderme, porque lo que aquí te sorprenden no son los monumentos o los jardines –eso asombra, y mucho- sino las calles estrechas, los barrios de clase media, los sitios de comida escondidos de menú ininteligible, los niños de un cercanías, los parques de los suburbios. Uno se espera que el Pavellón Dorado (Kinkaku-ji, 金閣寺) será espectacular, y ciertamente lo es; pero al menos a mí, lo que más me acerca a Japón es dejar que mis pies me guíen, perderme (en sentido figurado, porque en Kyoto es sorprendentemente fácil orientarse, y aún queriendo perderse, siempre sabes, gracias a las montañas, por dónde andas) y fijarme en los pequeños detalles. Me gusta fotografiar el mundo, pero con las palabras: con la cámara en la mano, soy un fotógrafo prescindible, si es que lo soy. Un vulgar retratista de lo obvio y común, como tantos otros. Aún así, me gusta poner algunas imágenes, y este post, que iba de algo pero ahora no me acuerdo de qué, no puede concluir sin regalaros un par de postales.
miércoles, 14 de marzo de 2012
El futuro de las estancias científicas o el fin del estado del bienestar
Tengo la terrible sensación de que mi generación ha vivido el punto álgido del estado del bienestar, al menos en este país. Lo llevo pensando un tiempo, discutiendo con amigos, pareja y familia, y hay bastante consenso: lo que hemos vivido, con lo que algunos hemos crecido, no volverá. Hablo de funcionariado –básico-, sanidad, educación, dependencia (aunque se legislase sin dotación adecuada), recursos sociales... Si tuviese que poner fecha para el cénit, probablemente sería la primera legislatura de Zapatero, a quien nunca voté, ni tan siquiera con el acojono –comprensible- de ver repetir a un miserable y mentiroso como Acebes de ministro. No fue una legislatura perfecta, ni mucho menos, pero sí efectista –que no efectiva-, con ciertos avances significativos (matrimonio homosexual o ley de la dependencia entre otros y muchos proyectos no natos, pero de los que al menos se empezó a hablar) que, no hay que olvidar, estaban sustentados en la mastodóntica burbuja inmobiliaria. Aún así: con todos sus defectos, con todas sus contradicciones –algo que está, parece ser, en el ADN del PSOE-, tuve la impresión (equivocada, claro está) de que las cosas iban a mejor. En 2005 teníamos un gobierno mejor que el anterior (absolutamente indiscutible, por mucho que a algunos siguiese sin gustarnos), se potenciaba la inversión en I+D (poco, pero algo), se aprobaban leyes punteras en el mundo entero y se reforzaba el estado del bienestar (dependencia, vivienda joven, igualdad, maternidad...). Nadie pensaba entonces que lo de hoy pudiese pasar: recortes salvajes, sanidad y educación en tela de juicio, eliminación de todo tipo de prestaciones sociales, obsesión por el déficit, posibles despidos de funcionarios y tasa de reposición cero, alquiler de quirófanos a la sanidad privada, ambulatorios y urgencias cerradas, niños con mantas en las escuelas... Ahora sin embargo, todo apunta a un futuro peor, de forma indiscutible: peor que el de nuestros padres, pero incluso también peor que el nuestro hace tan sólo unos años. Nos han robado el futuro y la esperanza, que es lo más jodido que hay, porque sin nada que te empuje no vas a ningún sitio. Y en el caso de la ciencia, no creo que haga falta explayarse más: para que una secretaria de estado ruegue que no hayan más recortes, es que la cosa está mal, y estará peor, sin duda.
A lo que venía todo esto es a que yo estoy ahora aquí (algún día lo explicaré con más calma de lo que ya hice) con una beca, con dinero de nuestros impuestos. Que me encante Japón es secundario: mi relación con este país empezó simplemente porque debía venir a meterme en lodazales, campos de arroz y lagos para coger ostrácodos. Y el caso es que sí, ha habido dinero para enviarme aquí, para pagarme la estancia (aunque al final salga cuenta con paga, no ahorro ni un yen), y para hacerlo todos los años que la he pedido (tres veces, una a UK). Es dinero, y es vuestro, por mucho que no llegue ni a ser el equivalente de cinco metros de macetas del puente de las flores, o ni tan siquiera un mes de sueldo de un asesor municipal del Ayuntamiento de València. Si lo hubiese necesitado, habría dinero para haberme pagado seis meses cada vez (el máximo): no lo requiere mi investigación, y siempre he pedido el menor tiempo posible, a pesar de haberme quedado corto en algún caso.
Ahora, además, me alegro de haber cogido una beca de la Universitat de València, como le pasa a otro compañero, Álex: a ambos nos concedieron todas las becas que pedimos (Ministerio, Generalitat y UV, a mí todas de rebote), pero escogimos la de la UV. En mi caso, porque fue la que me dieron primero, y pasé de hacer papeles. En el suyo, creo que también por el poco aprecio que tiene por la burocracia académica. Años después, ambos nos alegramos, no sólo por el hecho de lo tremendamente fácil que resulta solucionar cualquier problema (por teléfono, correo interno y si no, a plantarse en Rectorado), sino también porque no hemos dejado de cobrar una sola vez (de hecho, cobro casi siempre antes del día 1) y nos han concedido todas las estancias. Conozco casos de impagos de becas de la Generalitat desde el primer mes, y las resoluciones de estancias del Ministerio llevan de cabeza a más de uno (tanto por su tardanza como por la no concesión), lo que pone en peligro el normal desarrollo de su tesis doctoral.
La UV, os lo digo, está aguantando hasta el límite, hasta la extenuación financiera, ahogada por la Generalitat, suscribiendo créditos que no se sabe cómo se van a pagar, recortando para que las nóminas (en permanente proceso de adelgazamiento) se sigan cobrando. A veces lo hace francamente mal (como en el caso de los profesores asociados) y a veces no queda más remedio, aunque siempre hay partidas prescindibles que el equipo rectoral se resiste a eliminar (catering, coches oficiales...).
Este año había dinero para las estancias, pero ¿y el que viene? ¿Se quedará alguien sin poder ir a muestrear a algún sitio y descubrir si la especie que estudia es exótica o no? ¿Perderá alguien la posibilidad de aprender técnicas punteras en un laboratorio extranjero y traer de vuelta todo ese conocimiento a España?
lunes, 12 de marzo de 2012
Hoy ha nevado
domingo, 11 de marzo de 2012
La felicidad es un jersey con olor a carbón
Hoy hace un sol maravilloso –llegué con lluvia-, estoy al lado de un lago enorme en el que invernan miles de aves, se ven montañas nevadas al fondo, empieza la primavera, pienso ir a comer Yakisoba a la orilla, debajo de un cerezo (han vuelto a abrir la convenience store del museo, que ahora es un Lawson’s), suena Built to Spill en los auriculares y estoy feliz, muy feliz, de estar, en este país.
sábado, 10 de marzo de 2012
Cómo viajar cómodo a Japón o el affaire KLM
¿Cómo decís? ¿Que por qué? Pues porque me ligué al chico del desk de KLM, le hice un strip-tease en los baños y después le enseñé mi colección de fotos de Brad Pitt en el rodaje de Troya, que siempre llevo encima. Nunca falla.
Y ahora, después de las risas (tenéis razón: no llevo fotos de Troya, sólo de Seven, en Troya se pasó el estilista y Brad Pitt tiene una retirada a Marisol) la versión oficial.
La cosa empieza con un avión que parece un autobús en el que nadie habla castellano y no digamos ya valenciano –cosa que deberían, dado que es un vuelo que sale desde Manises. Un autobús hortera y setentero, estrecho, en el que la gente discute por el espacio del equipaje –no hay suficiente-, huele mal, hay restos de comida y sale con una hora larga de retraso. Esa, básicamente, es mi opinión de Transavia, compañía con la que no sé cómo KLM se asocia.
Ese avión, que debía aterrizar a las 12:30 en Schipol, lo hace finalmente a las 13:49, a lo que hay que sumar una espera de unos minutos más para tener un finger disponible. Lo gracioso es que el vuelo a Osaka empezaba a embarcar a las 13:10, para salir a las 14:30. Poco tiempo, pero no imposible... a no ser que estés en un aeropuerto mastodóntico, como es el caso. Así que ya me veis corriendo –mi barriga unos cuantos y oscilantes metros por delante mío; la trolley unos cuantos y accidentados metros por detrás- por todo Schipol, descifrando los paneles de Connecting flights desde cien metros para no pararme, apartando adorable abuelitas holandesas a codazo limpio de las cintas transportadoras (como un Carmaggedon aeroportuario), esquivando niños y carritos con triple saltos mortales de mi trolley. Hasta que veo, a lo lejos, cómo en letras rojas pone el temido “Gates closing” en la puerta 24. Son las 14:07 y pego un último sprint, para llegar justo al final de la cola un minuto después, sudando y resoplando como... sí, todos queréis que lo diga, Hurley en Lost. No sé qué tenemos los gordos corriendo por los aeropuertos que todos os descojonáis, mira.
Y os preguntaréis, ¿cómo se pasa de casi perder un vuelo a volar en Business? Pues estando a punto de haber realizado la proeza y que no valiese para nada. Es un instante parecido al de cuando te enfrentabas al monstruo final del videojuego, pero de los de antes, cuando no se podía grabar la partida ni nada de eso: te lo jugabas todo –que podían haber sido varias horas ininterrumpidas, sin beber, comer, ir al baño ni pestañear- en unos segundos. Tensión máxima. Llegué, y la máquina dijo que no. Vaya, el conocido “Computer says: noooo” (si no lo habéis pillado, estáis tardando YA en descargaros / comprar Little Britain. Y más los que fardáis de que os gusta Monthy Python). ¿Y cómo cojones engañas a un ordenador que te dice que no puedes volar? Que se lo pregunten a alguien inteligente, como Kasparov... Oh wait! En definitiva, sólo hay una cosa que pueda contra un Computer says no: “Lo que diga la rubia”. Y la rubia (cosa que no tiene mucho mérito estando en Holanda), en este caso, dijo que el Gordonauta con camisa a rodales que tenía delante iba a volar en primera clase ‘Cause you made it! Yeah! Y ahora os imagináis un “Yeah!” a lo Howard Dean.
Bueno, os lo descifro: el ordenador no me dejaba volar porque consideraba imposible que hubiese podido hacer el transbordo. Hice en 9 minutos lo que se supone que una persona normal hace en 40-50, apretando mucho –MUCHO- en media hora. Mi vuelo aterrizó mucho después de que se abrieran las puertas de embarque, y el sistema decidió que, by default, había perdido la conexión. Pero ahí estaba mi esencia gordonautil –no podía esperar un día más a comer ramen- para propulsarme, y las chicas de KLM –amables y comprensivas como pocas veces me he encontrado en un aeropuerto-, que vieron que no sólo había hecho lo imposible por llegar sino que además había pagado un extra de 120 euros para ir un poco menos apretado, le dijeron al ordenador que sí, que yo volaba (me dijeron literalmente que “You are going to fly today, if we have to push you into the plane we will, don’t worry!”), y que además lo hacía en Business. Agradecido, les pregunté cómo se decía gracias en holandés, y se lo repetí a todas unas cuantas veces, con mi mejor sonrisa.
Mi maleta, eso sí, iba camino de Seúl, para llegar hoy (en unas horas) a Osaka, en el vuelo que también me ofrecieron si quería viajar junto con mi equipaje. Dado que soy previsor y todo lo importante lo llevo conmigo, preferí volar el mismo día. Y no me digáis que no acerté, ¿eh?
La postdata de todo este asunto es casi mejor. En Osaka, un aeropuerto sencillo para el tráfico que tiene, diáfano y asombroso, una amable japonesa me esperaba con un cartel y mil disculpas por el incidente. Amablemente, llamó ella a la agencia de mi casa para hablar de horarios para recibir la maleta, confirmar la dirección y arreglarlo todo. Los papeles los rellenó ella y me dio toda la información posible por si había algún problema. ¿Os suena de algo? A mi tampoco.