Me acuerdo de 3 veranos consecutivos (2000, 2001 y 2002) en los que hice 3 viajes fantásticos con mis padres a Londres, París y Ámsterdam. No fueron 4 días en Touroperador; tanto en Londres como París tenemos familia y pudimos quedarnos casi dos semanas, a pesar de que yo no era precisamente un adolescente que se pudiese meter en cualquier sofá-cama. Y me acuerdo de que tenía ganas de ir en tren, y que no me importaba que el viaje durase más de 24 horas, porque eso significaba que iba a poder escuchar un montón de música. En Londres tenía aún un reproductor de CD portátil, y estuve pensando desde varios días antes qué me llevaba (me cabían unos 15 CDs en la funda). Siempre es lo que más tiempo me lleva de un viaje, ahora con los CDs para el coche: escogerlos. Aunque algunas suertudas tienen conexión USB, eh? ;) La maleta la hago enseguida; los libros y discos me cuestan horas.
En Londres estaba en plena época nu-metalera (apunte: ha muerto el bajista de Slipknot, aún ha durado más de lo esperado), iba con el pelo largo, camisetas de malo malote (Slipknot y su people=shit, System of a Down y su fuck the people, Korn y sus cremalleras por boca...) y pantalones extra-anchos que realzaban mi por entonces desmesurada figura gordonautil.
En París ya tenía el Minidisc, un formato que a pesar de no despegar, de múltiples chistes por internet y de su elevadísimo precio (que yo rebajé en 15.000 pesetas comprándomelo en Andorra) no hubiese muerto de no llegar el MP3, porque, de hecho, era una especie de MP3. Yo me compré el primer modelo de Sony que incluía una compresión similar a un MP3, con lo que en el tamaño que ocupaba una cinta (90 minutos) podías meter alrededor de 800-1000 minutos en 4 minidiscs, en calidad similar (o mejor) que un MP3. Aparte de ello, grababa, tenía unos auriculares espectaculares con todo tipo de controles, no perdía calidad con los regrabados, aceptaba entrada óptica y me hubiese durado mucho más si no llego a lanzarlo por todo el vestíbulo de Farmacia en plan olímpico hace unos años. Lo cruzó entero. El coste de la reparación –Sony, por tocar cualquier cosa tuya, te cobraba 60 euros- y el auge de los MP3 me hicieron desistir de prolongar su vida. Tras un tiempo volviendo a usar el CD portátil, el regalo de un cumpleaños se materializó en forma de Ipod sorpresa (sobre todo porque era ya junio xD) y desde entonces los de la manzanita tienen toda mi devoción en lo que a aparatejos reproductores de música se refiere. Son más complicados de gestionar, si, ¿pero y lo bonitos que son? Fuera coñas, el Ipod nano (el Ipod valenciano) acabó con la indecisión de la música para los viajes.
Me acuerdo de que allí, en París, escuchaba Portishead mientras leía un libro de ciencia ficción algo psicodélica y ciberpunk, pero también empezaba a descubrir a los New Pornographers, o los Sights, o Modest Mouse y creo que no llevaba ya nada de metal en la maleta.
Bueno, me pierdo, que yo quería hablar de lo que he estado escuchando en Japón durante mis 10 días de viaje. Obviamente he seleccionado algunos de los discos que he reproducido más de una vez, o los se han quedado ligados a algún recuerdo en particular.
Johnny Cash – Live at St. Quentin (1968): ¿El mejor directo de la historia? Probablemente. Para mí, es mi viaje en tren a Takayama. Johnny Cash , un año después de revolucionar la música con su directo desde la Folsom Prison, vuelve a grabar un directo carcelario con canciones de amor, de violencia, de humor. Aquí no está tan nervioso com un año antes, y además ya se ha casado con June Carter, que también salta al escenario en algunas canciones. Vuelve a hacer la broma del agua, y vuelve a tener gracia; sigo riéndome cada vez que escucho “A boy named Sue” (reírse con una canción es algo muy difícil, que me pasa muy pocas veces), “St. Quentin”, con bis inmediato, no se hace pesada, y en la edición no censurada (la que tengo), están todas las bromas, insultos y comentarios. Cada parón entre canción y canción es una pequeña historia... “¡I was just picking flowers!”
Stephen Malkmus & The Jicks – Real Emotional Trash (2008): ¿Por qué este es uno de los 5 mejores discos de 2008 – si no el mejor- y el de Spiral Stairs uno de los 5 mejores de 2009? La respuesta sólo contiene una palabra: Pavement. El grupo más grande de los 90 no quedó en nada, y sus integrantes siguen regalándonos obras maestras con cada disco. Aquí hay tensión, hay historias, hay riesgo, hay crudeza y hay belleza. Siempre lo asociaré a Iwakuni y Yamaguchi, y a la sonrisa que involuntariamente ponía en el comienzo de cada canción, sabiendo que escuchaba algo único.
Josh Rouse – Nashville (2005): Después del monumental 1972 (2004), que debería figurar sin duda entre los 25 mejores álbumes de la década, sacó este “Nashville” que no tiene, para nada, ningún tinte de sonido Nashville, sinó que es totalmente continuista con su predecesor, pop de muchos y valiosos quilates (como les gusta decir a los críticos). Obviamente, resulta muy difícil mantener el listón, pero es un disco maravilloso, alegre, muy Rouse, con estupendas melodías y arreglos, y definitivamente muy disfrutable. Con los primeros acordes te saca la sonrisa.
Brahms – 4ª sinfonía (1885; versión de L. Bernstein con la Filarmónica de Viena, 1983): Leí en un folleto, cuando fui a oírla, que a los críticos de la época les disgustó mucho, especialmente el primer movimiento, que alguno describió como “dos hombres forzudos zarandeándome”. A mí me parece uno de los más bellos y emocionantes que he escuchado nunca. Es una de mis sinfonías favoritas; no tiene bajones, ni rellenos ni esperas inútiles para llegar a un clímax forzado; sólo belleza y fuerza.
Amalia Rodrigues – Recopilatorio (2009): Me lo puse en el parque de la paz de Hiroshima, y depende de qué visión se tenga, es una excelente o pésima elección. Pasear por un lugar cuya memoria es la devastación y el horror escuchando fados puede llegar a ser demasiado. Una buena recopilación que compré a ciegas, en Porto, que no suelo escuchar entera (por la duración), pero que definitivamente vale la pena para iniciarse (algo) en el mundo de los fados.
François Breut – A l’aveuglette (2008): buen disco, con un espectacular comienzo, para paladear mientras tu tren se dirige a Tokyo a 300 km/h.
En Londres estaba en plena época nu-metalera (apunte: ha muerto el bajista de Slipknot, aún ha durado más de lo esperado), iba con el pelo largo, camisetas de malo malote (Slipknot y su people=shit, System of a Down y su fuck the people, Korn y sus cremalleras por boca...) y pantalones extra-anchos que realzaban mi por entonces desmesurada figura gordonautil.
En París ya tenía el Minidisc, un formato que a pesar de no despegar, de múltiples chistes por internet y de su elevadísimo precio (que yo rebajé en 15.000 pesetas comprándomelo en Andorra) no hubiese muerto de no llegar el MP3, porque, de hecho, era una especie de MP3. Yo me compré el primer modelo de Sony que incluía una compresión similar a un MP3, con lo que en el tamaño que ocupaba una cinta (90 minutos) podías meter alrededor de 800-1000 minutos en 4 minidiscs, en calidad similar (o mejor) que un MP3. Aparte de ello, grababa, tenía unos auriculares espectaculares con todo tipo de controles, no perdía calidad con los regrabados, aceptaba entrada óptica y me hubiese durado mucho más si no llego a lanzarlo por todo el vestíbulo de Farmacia en plan olímpico hace unos años. Lo cruzó entero. El coste de la reparación –Sony, por tocar cualquier cosa tuya, te cobraba 60 euros- y el auge de los MP3 me hicieron desistir de prolongar su vida. Tras un tiempo volviendo a usar el CD portátil, el regalo de un cumpleaños se materializó en forma de Ipod sorpresa (sobre todo porque era ya junio xD) y desde entonces los de la manzanita tienen toda mi devoción en lo que a aparatejos reproductores de música se refiere. Son más complicados de gestionar, si, ¿pero y lo bonitos que son? Fuera coñas, el Ipod nano (el Ipod valenciano) acabó con la indecisión de la música para los viajes.
Me acuerdo de que allí, en París, escuchaba Portishead mientras leía un libro de ciencia ficción algo psicodélica y ciberpunk, pero también empezaba a descubrir a los New Pornographers, o los Sights, o Modest Mouse y creo que no llevaba ya nada de metal en la maleta.
Bueno, me pierdo, que yo quería hablar de lo que he estado escuchando en Japón durante mis 10 días de viaje. Obviamente he seleccionado algunos de los discos que he reproducido más de una vez, o los se han quedado ligados a algún recuerdo en particular.
Johnny Cash – Live at St. Quentin (1968): ¿El mejor directo de la historia? Probablemente. Para mí, es mi viaje en tren a Takayama. Johnny Cash , un año después de revolucionar la música con su directo desde la Folsom Prison, vuelve a grabar un directo carcelario con canciones de amor, de violencia, de humor. Aquí no está tan nervioso com un año antes, y además ya se ha casado con June Carter, que también salta al escenario en algunas canciones. Vuelve a hacer la broma del agua, y vuelve a tener gracia; sigo riéndome cada vez que escucho “A boy named Sue” (reírse con una canción es algo muy difícil, que me pasa muy pocas veces), “St. Quentin”, con bis inmediato, no se hace pesada, y en la edición no censurada (la que tengo), están todas las bromas, insultos y comentarios. Cada parón entre canción y canción es una pequeña historia... “¡I was just picking flowers!”
Stephen Malkmus & The Jicks – Real Emotional Trash (2008): ¿Por qué este es uno de los 5 mejores discos de 2008 – si no el mejor- y el de Spiral Stairs uno de los 5 mejores de 2009? La respuesta sólo contiene una palabra: Pavement. El grupo más grande de los 90 no quedó en nada, y sus integrantes siguen regalándonos obras maestras con cada disco. Aquí hay tensión, hay historias, hay riesgo, hay crudeza y hay belleza. Siempre lo asociaré a Iwakuni y Yamaguchi, y a la sonrisa que involuntariamente ponía en el comienzo de cada canción, sabiendo que escuchaba algo único.
Josh Rouse – Nashville (2005): Después del monumental 1972 (2004), que debería figurar sin duda entre los 25 mejores álbumes de la década, sacó este “Nashville” que no tiene, para nada, ningún tinte de sonido Nashville, sinó que es totalmente continuista con su predecesor, pop de muchos y valiosos quilates (como les gusta decir a los críticos). Obviamente, resulta muy difícil mantener el listón, pero es un disco maravilloso, alegre, muy Rouse, con estupendas melodías y arreglos, y definitivamente muy disfrutable. Con los primeros acordes te saca la sonrisa.
Brahms – 4ª sinfonía (1885; versión de L. Bernstein con la Filarmónica de Viena, 1983): Leí en un folleto, cuando fui a oírla, que a los críticos de la época les disgustó mucho, especialmente el primer movimiento, que alguno describió como “dos hombres forzudos zarandeándome”. A mí me parece uno de los más bellos y emocionantes que he escuchado nunca. Es una de mis sinfonías favoritas; no tiene bajones, ni rellenos ni esperas inútiles para llegar a un clímax forzado; sólo belleza y fuerza.
Amalia Rodrigues – Recopilatorio (2009): Me lo puse en el parque de la paz de Hiroshima, y depende de qué visión se tenga, es una excelente o pésima elección. Pasear por un lugar cuya memoria es la devastación y el horror escuchando fados puede llegar a ser demasiado. Una buena recopilación que compré a ciegas, en Porto, que no suelo escuchar entera (por la duración), pero que definitivamente vale la pena para iniciarse (algo) en el mundo de los fados.
François Breut – A l’aveuglette (2008): buen disco, con un espectacular comienzo, para paladear mientras tu tren se dirige a Tokyo a 300 km/h.
Escoltar fado -i ni més ni menys que Amália- a Hiroshima i sobreviure! Ets un crack, mecaguenlhòstiaputa!
ResponderEliminarSí, va ser un poc massa... a la propera m'ho pense millor!
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